Tecnópolis


Fui a Tecnópolis. Haber ido no significa haberla recorrido entera ya que es realmente gigante, pero me hice una idea de su magnitud, de su alcance, de algunos de sus significados.


Arranco con una verdad de perogrullo: Tecnópolis es un hecho político. Es sabido que algunos gobiernos suelen invertir mucho dinero en mostrar de manera grandilocuente, para la posteridad, sus logros, sus puntas de lanza, sus fundamentos, sus estandartes. Así pasó, hace poco, con el efímero pero recordable festejo del bicentenario y así se retoma con Tecnópolis, nacida para ser efímera y porteña y sobrevivida para ser permanente y bonaerense (culebrón con Macri mediante).


Lo primero que uno piensa —que yo pensé— al llegar a la muestra es cómo puede ser la enorme, monstruosa cantidad de tierras que tiene el Ejército Argentino (Tecnópolis se levanta en un regimiento de Villa Martelli al cual, no es difícil darse cuenta, le sobraban todas las hectáreas afectadas por la muestra, y más también...); resabios de una institución otrora poderosa, sin dudas. Lo bueno es que con cosas como esta muestra se les puede dar utilidad a esas manzanas ociosas...


Lo segundo, quizá, sea la magnitud, la escala: Tecnópolis es gi-gan-te. Hay pabellones, stands, obras de arte, dinosaurios movedizos, domos inflables, una constitución colgante. Hay puentes, promotoras y hay puestos de comida. Hay una gran arteria principal. Está todo hecho a lo grande, pero no siempre bien: hay cosas precarias, descuidadas y otras no, más sólidas. Vale decir que fui luego de una tormenta importante, lo cual magnificó las debilidades de la circulación y la limpieza: mucho barro y vallados confusos.


Tecnópolis no es un espacio para la reflexión, es un espacio para mostrar obra, "modelo", para mostrar y enrostrar política. Tecnópolis lo hizo este gobierno, no otro.


No hay —ni debería haber— lugar  para preguntarse por las razones de la existencia y, a estas alturas naturalización, de los recuperadores urbanos (notable eufemismo para nombrar a los cartoneros) encargados de la limpieza del predio ni, mucho menos para saber porqué hay todavía más de un 35% de trabajadores en negro, tal como muestra el dato oficial en una gigantesca infografía dentro de un interesante pabellón dedicado a la industria nacional en el que unos operarios zapatean en el aire sobre un Siam Di Tella y sobre algunas heladeras giratorias (presumiblemente también marca Siam) al ritmo de una música trance-industrialosa. Tampoco hay lugar para preguntarse qué significa hoy, en tiempos de furiosa sojización así como de importación y ensamblaje, industria nacional, ni de qué hablamos cuando hablamos de soberanía.


Desde su marca hacia abajo, el diseño intenta darle a Tecnópolis cierta atmósfera moderna, futurista pero sintética, generando un código cromático e icónico relacionado con los elementos fundamentales (tierra, aire, etc.). Esa tarea la logra más en los "espacios controlados" —ya sean los materiales impresos, merchandising o los espacios de la entrada principal— que en el llano, cuando el viento se empeña en doblar señales precariamente clavadas, el barro lo ensucia todo y algunos tontos rompen el vinilo de algún cartel que nadie se encarga de reparar. Salvo los puentes de la Avenida Gral. Paz cercanos a la muestra (íntegramente vestidos de Tecnópolis), la señalización externa es tan tímida como sobreabundante (hay banderolas que intentar guiar a los autos hacia el predio y pequeños e insistentes carteles cada 20 metros que indican dónde estacionar; el estacionamiento es muy, muy precario) y la interna es compleja: cuesta —me costó— ubicarse y hay que tomarse un buen rato para entender dónde está cada cosa y cuáles son los recorridos propuestos. 


En suma, es como si el tamaño de la muestra fuera incontrolable, como si hubiera habido energías (y presupuesto) para organizar sólo una parte y que para el resto se hubiera apelado al "lo atamos con alambre", tan nuestro. La sensación es, en cierto modo, que la muestra está en constante construcción, lo cual, simbólicamente, no deja de ser un rasgo notable.


Tecnópolis es interesante porque rescata la producción argentina de conocimiento, de ciencia y de tecnología. No quiero sonar acartonado ni solemne, pero el nuestro es un país golpeado, es un país vaciado sistemáticamente en los '90 (y podríamos decir que, en otra medida y por otros medios, antes y después también) que ya no parecía capaz de demasiadas cosas y Tecnópolis echa, hábilmente, mano a ese contraste: lo que podemos ser si nos lo proponemos; tenemos todo para ser una potencia regional y no hace mucho no éramos nada. En ese sentido, se ven stands de maquinaria agrícola nacional, de YPF (a la que poco le queda de fiscal...), de energía eólica y nuclear y tantos otros, cuyo objetivo es reafirmar ese espíritu de pertenencia que no estaba tan de moda pocos años atrás.


Tecnópolis es positiva si se tiene en cuenta que es una muestra que perdurará en el tiempo (aunque eso nunca esté garantizado en estos lares) y que sus contenidos llegan a miles y miles de estudiantes que la visitan mes a mes, descubriendo apellidos como Milstein; enterándose de que Darwin vino dos veces a la Argentina; que hubo autos y aviones diseñados por argentinos en la década del '50 y hasta que la empresa Fate desarrolló una computadora. Todo matizado con constante música funcional (en mi recorrido me tocó escuchar siempre rock nacional; no sé si se abarcan otros géneros) y con espacios dedicados al arte y el diseño.


Me quedé con ganas de volver, con sol y con más tiempo. Aún teniendo que invertir algunas energías en gambetear a la propaganda del gobierno y estando atento a sus omisiones, Tecnópolis es un lugar que vale la pena visitar.

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